Aún dormido escucho el canto de un gallo. Sorprendido por el despertador que me ha arrancado del sueño, miro el reloj por si no hubiera sonado y veo que aún me quedan 5 minutos más. No espero y decido levantarme. El gallo ha madrugado más que el propio día y las sombras aún esconden la mayoría de las formas de la calle.
Camiseta, pantalón de deporte, zapatillas y me dispongo a correr. Aunque el amanecer es aún algo por venir, la claridad previa al alba permite ver más allá de mis propios pasos y empezar una lenta carrera hasta que mi cuerpo se despierta totalmente para empezar a coger un ritmo algo más rápido, rompo a sudar y me doy cuenta que el día al fin comienza.
Con cada zancada hago recuento de las cosas del día previo como si de una película se tratase, valorando aciertos y errores, haciendo memoria de aquello pendiente para el día de hoy. Veo en mi mente uno a uno los pacientes atendidos, sus miradas esperando un diagnóstico, los anhelos por un tratamiento curativo, las sonrisas cuando no hay patología seria e incluso alguna lágrima. Continúo haciendo memoria y no puedo olvidar las tareas que dejé para hoy: el colirio para el niño, el hipotensor de la última paciente anciana atendida ayer. Entre los recuerdos la imagen de ese paciente que poco a poco se va consumiendo con una tos que le acompaña de forma persistente desde hace más de medio año y contra la que nada pude ni puedo hacer.
Cada paso me acerca al inicio de la jornada laboral. El sol empieza a hacer acto de presencia. La tierra discretamente húmeda pero no blanda da comodidad a mi marcha. Los árboles empiezan a mostrar con esplendor la gama de colores y olores que han guardado hasta ahora. Percibo que no es asfalto lo que mis pies golpean zancada a zancada, ni es humo lo que entra en mis pulmones.
Ducha fría, no sé si por el calor o porque no hay agua caliente un día más. Desayuno de forma voraz y preparo todos mis bártulos en la mochila como si fuera a ir al colegio.
Cada momento que pasa voy tomando conciencia de mi mismo, de cuál va a ser el trabajo de hoy, de todas las decisiones que me va a tocar tomar. Fonendo, bolígrafo, otoscopio, ecógrafo portátil. Una ambulancia vieja me recoge, la comodidad de los asientos envuelve mi cuerpo y me sumerge una vez más en mis pensamientos mientras me dirijo a mi puesto de trabajo. Viajo mentalmente por esas miradas de oscuros ojos que hoy voy a afrontar un día más. El ronroneo del motor y el paso de los árboles en los lados de la carretera adormecen aún más mi mente. Huelo la tierra, tuvo que llover anoche porque no hay polvo.
Tengo clavada esa mirada, ese miedo, esa duda que mostraba ese niño de pelo ensortijado mientras intentaba escudriñar en mis ojos si le decía la verdad sobre las pastillas que debía tomar. Quizá simplemente es el temor de ser médico aun sin vestir pijama como hago en mi puesto de trabajo habitual, o quizá la duda por no ser de aquí. Solo veo sus manos agarradas a los brazos de su madre y sus lágrimas cayendo en un lloro incontrolable por estar cerca de mí.
Acabo de llegar, mi primer paciente del día, mi primera casa, una humilde choza con techo de paja cubre las vergüenzas del paciente, no las partes de su cuerpo de su cuerpo, cubiertas por ropas viejas y rotas, sino la pobreza que lo invade y lo consume por dentro, más allá de una enfermedad que ya tiene bajo control. El viento mueve una tela de saco que cubre una pared de la choza. Sobre el fondo blanco de la misma se acierta a leer el acrónimo de una organización que apoya con comida y agua a los habitantes de este lugar inhóspito, duro, donde sobreviven miles de personas huidas de sus casas por la guerra.
Poco a poco los pacientes del día van apareciendo, un pequeño número de personas de los miles de refugiados del campamento de Bidi bidi. Ese respeto ante el desconocido se va perdiendo y van haciendo una cola divertida, entre juegos y bromas pero sin perder de vista que acuden para ser valorados por un médico, profesional que muchas veces no hay en los diferentes sobresaturados centros de atención médica que existen.
Es la temporada seca, hace calor, mucho calor. El trabajo es más duro por este hecho. Yo bebo tranquilamente del agua que esta mañana cogí en la granja donde me alojo, pero no sé con seguridad si el reparto de agua se ha hecho correctamente en los campamento o si las fuentes y depósitos pueden cubrir las necesidades de agua potable de la población.
Pasan 6 horas de duro trabajo, un continuo paso de pacientes a los que he intentado dar respuesta con el exclusivo apoyo de aquellas herramientas que llevo conmigo. El hecho de no disponer de un mayor número de pruebas no me hace huir de diagnósticos complejos o graves. Sé que una de las últimas pacientes tiene un cáncer con metástasis en el hígado. Su situación es muy mala pero ni quiere ni puede ir a otro centro para ser valorada, no hay dinero y ella sabe que no le queda mucha vida por delante, pero su mirada habla de una larga y dura vida por detrás. Es en estos casos donde veo lo afortunado que soy de haber nacido en un sitio diferente. La corrupción política, la guerra, las enfermedades infecciosas que afectan a los países pobres, los desastres naturales son características de tu lugar, de tu país, no las ha elegido nadie y esa suerte, o esa desgracia, hace que tu vida sea más fácil o lo más parecido al infierno en la tierra.
El día va llegando a su final, vuelvo a la granja. Nuevamente el ronroneo del motor adormece mi cuerpo y permite vagar a mi pensamiento que vuela con las dudas que siempre me asaltan después de cada uno de los pacientes atendidos, después de cada día de trabajo. Pienso que no soy más que un médico blanco lavando su conciencia ante la desigualdad de la vida. Sé que no voy a salvar el mundo. Y sé que la ayuda que aporte es muy escasa aunque intento convencerme en cada momento de la mejora de sus vidas por el simple hecho de haber sido valorado y tratado por un médico especialista en este lugar apartado de lo que entiendo por una vida normal. Busco o me escudo en la posible utilidad de los pequeños granos de arena dejados por cada uno de los voluntarios y profesionales que dejan su vida en un país occidental por venir a este lugar o a cualquier otro. Aún así la vuelta de este y de cada uno de los largos días de trabajo es dura. Miradas, ruegos velados, sonrisas irónicas de significado incierto, saludos vacíos esperando una ayuda mayor a la que llega, esa esperanza desesperada por ser de allí. Y no sé interpretar si a fin de cuentas lo que dicen sin hablar es un simple gracias pero sigo aquí, gracias pero estoy jodido y aunque de corazón agradezco la ayuda que prestáis lo que quiero es salir de aquí.
Esos pensamientos me acompañan toda la tarde y mientras hago cuentas de ellos y autocrítica de los pacientes vistos, encuentro la fuerza para seguir en una sonrisa de un niño que habla de futuro y esperanza y promete luchar junto con el resto de niños porque el día de mañana sea mejor al hoy.
David Chaparro